Era, por entonces, explorador y cierto día, después de una ardua tarea de
recorrido por las montañas, durante doce horas, ya cansado y con las fuerzas
rendidas, me vi en la necesidad de retornar al pueblo. Los últimos rayos del sol
se iban perdiendo tras el murallón de los cerros y aún tenia cinco leguas de
camino por delante. La noche se extendió plena de oscuridad. Apenas si se veía a
lo lejos, el fugaz centelleo de los relámpagos y el parpadeo luminoso de los
cocuyos como chispas de un fuego invisible. Yo seguía sobre mi fatigado caballo,
bajo las sombras nocturnales. Tuve que descender por una quebrada en cuyo fondo
corría un rió caudaloso, continuando la marcha, me acerque a un puente
solitario. La difusa luz de las estrellas se volcaba sobre el agua. Cuando me
aproxime más aún, descubrí una silueta humana apoyada sobre la barandilla del
puente. Le dirigí una mirada sin acortar el paso. Había llegado casi a la orilla
del río, cuando sentí pronto la necesidad de detenerme. Lo que vi fue, entonces,
una pequeña sombra humana. Me volví acongojado, con un terror absurdo. No me
decidía a moverme en ningún sentido. Mi caballo se encabrito, pugnando por
seguir adelante. Sin saber lo que hacia, volví hacia atrás y al volver
temerosamente la mirada pude observar que la sombra seguía en su mismo sitio. Un
temblor indescriptible recorrió todo mi cuerpo. Tenía las manos crispadas y me
era imposible usar mi revolver. Quise gritar, pero sentí que las fuerzas me
abandonaban.
Iba a desmayarme cuando escuche los lejanos ladridos de
algunos perros y, casi simultáneamente noté que la sombra saltaba hacia el río y
se desvanecía en la superficie del agua.
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