lunes, 31 de diciembre de 2012


Un guardabosques deberá dejar a su bebé de nueve meses solo durante unos minutos al cuidado de su perro fiel. Al regresar se encontrará la habitación y cuna del niño llenas de sangre y a su perro lamiendo los restos…
En los bosques del sudoeste de los Estados Unidos vivía un guardabosque junto a su esposa. Durante siete años habían intentado en vano tener un hijo y nunca lo habían logrado. Todo lo que tenían era a Sam, un pastor alemán de gran inteligencia y fidelidad, un perro que en más de una ocasión había salvado a las gallinas de ladrones o animales y que incluso una vez salvó a la esposa del guardabosque de un trío de borrachos.
Sam no podía hablar y decir “papá” o “mamá” pero hasta cierto punto había sido un hijo para la pareja. Traía el periódico y las zapatillas, perseguía el frisbee y lo atrapaba en el aire, entendía cuando necesitaban su compañía y también cuando debía irse o hacer silencio. Era un perro de esos que aparecen en las películas de Hollywood pero al fin y al cabo era un perro y nunca podría llenar aquellos espacios vacíos que motivaban en el guardabosque y su esposa el deseo hasta entonces frustrado de tener un bebé.
Un día sin embargo, la mujer del guardabosque le dijo a su esposo que por fin había quedado embarazada de un niño… No lo podían creer, estaban tan emocionados que compraron biberones, ropas de bebé, pelotas, carritos y una hermosa cuna, todo para recibir a la tan ansiada criatura.
Cuando el bebé nació ellos hicieron una fiesta y luego, a medida que el bebé fue creciendo, los mimos y las atenciones hacia Sam fueron disminuyendo y el perro, sintiéndose celoso del bebé, empezó a mostrarse menos afectuoso y más distante aunque siguió siendo obediente, fiel y tranquilo como siempre había sido. Nunca le vieron gruñendo al bebé o mirándole mal a pesar de los celos. Pero todos percibían que en el fondo el perro odiaba a un bebé que le había arrebatado el protagonismo y las atenciones de sus amos.
Pasados los meses llegó aquel día que el guardabosque nunca olvidaría:
Era una tarde en que su esposa no estaba porque había ido a reunirse con unas amigas en el pueblo, el guardabosque se había quedado sólo con el perro y el bebé. Cuando recibió una llamada avisando que unos cazadores furtivos estaban disparando sus armas a menos de un kilómetro de su cabaña. En cumplimiento de su deber como guardabosques (no así el de padre), decidió dejar al bebé, que ya tenía casi nueve meses, con el pastor alemán, su mujer le había avisado por teléfono que estaba en camino así que como máximo el niño estaría 15 minutos solo. Él sabía que volvería rápido y que el bebé dormiría al menos un par de horas más ya que se había acabado su biberón hacía escasos minutos. Le indicó entonces a Sam que cuidase de su hijo, cogió su escopeta, cerró la puerta de casa y se marchó.
Cuando regresó diez minutos después, ya que los furtivos escaparon antes de que él llegara, y abrió la puerta de su casa no daba crédito a lo que vio: Sam tumbado en la entrada del cuarto del bebé y con la boca llena de sangre y espuma.
De un salto pasó por encima del perro y entró en la habitación del niño. El espectáculo que se encontró le marcaría de por vida. La cuna del niño estaba volcada en el suelo contra la pared, la mesita de noche tirada en el suelo y la cuna, sábanas e incluso el suelo y la cortina manchadas de sangre, sangre que el mismo perro se lamía de sus patas.
Por unos instantes permaneció pasmado y con la mandíbula ligeramente desencajada, luego  y con los ojos llorosos de pura furia comprendió que el perro esperó su ausencia para deshacerse de ese molesto niño que le había robado el protagonismo. Una mueca de ira apareció en su rostro y, sin poder ni querer pensar en lo más mínimo, cargó su escopeta y disparó al perro.
Los perdigones reventaron el cuerpo de Sam, la sangre brotó a raudales de varios puntos de su piel y el pobre animal dio un gemido de dolor para luego desplomarse en un gran charco de sangre.
Pero cual sería su sorpresa cuando la detonación provocó un llanto que nunca más esperó volver a escuchar, el guardabosques corrió hacia la cuna que estaba derribada en el suelo  para darse cuenta de que en realidad el bebé se había quedado dormido detrás de ella y que las sabanas ensangrentadas que cubrían al bebé no le habían permitido darse cuenta de que su hijo seguía con vida…
Sujetando al bebé en sus brazos y mientras le besaba embargado por la alegría vio que estaba completamente sano y sin un solo rasguño, con lágrimas resbalando por sus mejillas, incorporó la cuna y lo dejó en ella para luego dirigirse hacia sus sábanas revueltas y ver que, sepultada por la tela, estaba enrollada una gran serpiente cascabel de casi dos metros de longitud, muerta por los mordiscos del fiel perro que había arriesgado su vida por salvar al bebé de la letal serpiente.
No podía creer lo que había hecho, y llorando como un niño abrazaba el cadáver de su amigo inseparable, al revisar con más detenimiento su cuerpo se fijó en un par de puntos rojos en su pata, era una picadura de la cascabel, probablemente su veneno era el causante de la espuma en su boca y sin duda parte de la sangre que había en el cuarto y la que el perro lamía de sus patas eran de él mismo.
Cuando su esposa llegó el guardabosque le contó lo sucedido. Dicen que fue tal el remordimiento que tuvo que gastó casi todos sus ahorros para enterrar al perro como habría enterrado al hijo que, gracias al fiel pastor alemán, no murió aquel día…
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